Vengo de una familia católica y practicante, recuerdo ir a misa todos los domingos y fiestas que guardar. Mi padre era franquista hasta las trancas, creía a pies juntillas todo lo que el dictador decía, todo el que pensara distinto era estigmatizado, demonio comunista que venía a destruir nuestras costumbres con sus eslóganes de igualdad.
Tuve una infancia extraña, mi padre cambiaba de destino cada vez que ascendía de categoría, yo no tuve amigos permanentes nunca, lo que si atesoraba era mi imaginación, en ella tenía mi base de supervivencia, creaba mis héroes de ficción, me inventé incluso a un hermano mayor que me aleccionaba sobre mis temores y problemas de la edad, y al que paseaba en mis conversaciones con mis compañeros de clase o de juegos.
No fue hasta los catorce o quince años que tuve mi primera desilusión amorosa que me condujo a una revisión de todas mis creencias, a pensar distinto a mi padre, a ver el mundo con otra perspectiva. A los dieciocho años mi visión del mundo se transformó con la llegada de los hippies, la filosofía budista el yoga y una libertad de opinar y que tu opinión fuera todo lo libre que tu vida y experiencia te habían proporcionado. Empezaron las discusiones subidas de tono en casa, mi salto a la universidad donde gocé de la libertad de sentirme solo ante una vida que se abría ante mí, desconocida, donde uno importaba.
Mi distanciamiento con mi padre, al que siempre he respetado y querido, nos llevó a no tocar temas inconvenientes, no se podía hablar de política ni de religión. He de confesar que gracias a mi padre que me dio la libertad de poder expresar mis ideas, aunque no coincidieran nos respetábamos, y eso para mí fue muy importante.
En la vida mientras la vives no reflexionas lo suficiente sobre el valor histórico de todo lo que te acontece. Ahora con el paso del tiempo queda más aquello que te unía a tus seres queridos y conocidos, la bondad del recuerdo que dulcifica y da entendimiento con el paso del tiempo a lo esencial de lo vivido y con quien lo has hecho.
Hay un lazo imperceptible que nos une a nuestra historia y todo aquel que ha significado algo en ella. Capítulo a parte fue mi madre, era el ser más limpio que he conocido, guapa, alegre, inventiva, hasta nos hacía los domingos funciones de teatro guiñol con unos pastelitos, todo diseñado por ella. Como no querer el privilegio de haber vivido con un ser tan extraordinario, siempre creyó en mí y me dio las fuerzas que ni yo tenía.
Su ausencia me ha dejado huérfano de esa fuerza que ella inspiraba en mí.
Los reveses no vienen solos, mi compañera de vida, mi Emilia, me dejó sumido en una neblina que ni las lágrimas ni el pasar del los días atemperan, mi barco, mi timón era ella, todo discurría por que la vida estaba trazada, los días han perdido el sentido que tenían. Son tantos los abrazos que me faltan que ya nada llena su ausencia. El dolor me acompaña en cada segundo y las fuerzas que tenía aseguradas han quedado suspendidas y aparcadas en el almacén de todo lo valioso que he perdido.
Creo en la reencarnación, creo que la vida es una universidad, que la energía no muere. Creo que venimos a superar asignaturas que están pendientes, creo que nadie es más que nadie, que bastante tenemos con nuestras limitaciones como para andar juzgando a aquellos que probablemente sufren unas condiciones que ni para nosotros las querríamos, esto tiene algo de católico, eso de perdonar a nuestros semejantes como ellos nos perdonan a nosotros. Pero quienes somos para juzgar y condenar a nadie, el ejercicio de la reflexión, mirar primero en uno mismo, parece que no va con nosotros y es el imperativo por el que nos convertimos en seres humanos, capaces de empatizar desde nuestro propios fallos con el distinto. Llamar buenismo lo mío, creo que el ser humano tiene dentro de sí la semilla de la que todos partimos.
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